Tomo la responsabilidad de lo que he hecho. Claro que no soy tan buena. Nadie es tan tan bueno, ni tan tan malo. Aunque desde niña y hasta hace algunos años esa haya sido mi intención, ser la buena siempre, es imposible. Ese fue el error, intentarlo (o no error, pues tenía que experimentarlo para entenderlo). Pensándolo bien, lo que ya no funcionó fue seguir siendo «la buena» por los problemas que eso me traía a mi. Tal vez funcionaba de niña… pero cuando ya tocaba tomar decisiones importantes, quedaba mal con alguien más (casi siempre conmigo). Si quedaba bien con alguna persona, quedaba mal con otra, claramente. Tomo la responsabilidad de hasta dónde me llevó ese deseo, que por muchos años fue inconsciente, ese deseo de ser vista, de ser aceptada y querida. No podía soportar que alguien siquiera pensara por un momento que yo no era buena. Lo peor (o lo mejor) es que aún así siempre ha habido alguien, y seguirá habiendo algunas personas que así me vean, a pesar de cualquier cosa y por más que no sea mi verdad habrá personas que piensen que tengo la intención de hacer daño; ya he renunciado a comprobar que «no tengo malas intenciones».
Por otro lado, entiendo que todos tenemos la capacidad de hacer daño, aunque no tengamos ese deseo. Y acepto eso. Quiero decir, lamento haber hecho daño, aunque es inevitable.
Esa fue mi máscara por muchos años, una que ni yo sabía que llevaba, pero que hasta ahora puedo ver lejos de mi rostro (y no siempre). Es una, de algunas, supongo. Y que la pueda ver ahora no significa que ya no pueda ser alguien con esas características que yo asocio a «ser buena», significa que ahora puedo serlo desde un lugar más consciente, sin quedar mal conmigo y buscando un equilibrio en mis relaciones.
Todos tenemos máscaras, eso que consideramos nuestra mejor parte, nuestra forma de mostrarnos ante el mundo. Lo que creemos que los demás quieren ver en nosotros. Esos mecanismos de defensa que necesitamos desarrollar en la infancia para sobrevivir y que a veces nos siguen guiando en la adultez.
Las máscaras nos ayudan a no mostrar nuestro lado oscuro, lo que consideramos que no va a agradar o que no nos va a facilitar la vida. Y así vamos creciendo detrás de esa careta mientras no la podamos ver como lo que es… una máscara de buena persona para ser aceptada, una máscara de guerrera(o) para no permitir que los demás me vean vulnerable, una máscara de víctima para recibir atención de otros, una máscara de ayudador(a) para ser necesitado(a), una máscara del que puede con todo y no siente nada para no permitirle a los demás hacerme daño, una máscara de falsa alegría para no lidiar con lo profundo que se sienten algunas emociones…
Pero las máscaras nos sirven para algo, hasta que ya no nos sirven. Y es aquí donde empezamos a cuestionarnos qué hemos hecho, quiénes somos y qué queremos ser.
Lucía Victoria